Desde hace un buen rato había querido darme un “detox” de redes sociales, que la verdad, no es como que tenga muchas: Instagram, WhatsApp (que no sé si contarla tanto porque no hablo con casi nadie, jaja), y Facebook (que solo uso para memes). Muy dentro de mí tenía clarísimo que la única que quería dejar por una temporada era Instagram.
¿Y por qué? La verdad es que hay varias razones —que estoy segura tú también has pensado— para dejar de usar esta red social tan adictiva como atractiva. Cuando estaba en tercero de prepa (hace unos 7 años), recuerdo que tenía conversaciones con una muy buena amiga sobre lo que las redes —especialmente Instagram— hacían con nosotras: compararte con la vida perfecta e ideal de los demás, perder una cantidad estúpida de tiempo allí, activarte las ganas de querer gastar en cosas que no necesitas, y generar esta sensación de FOMO al ver de lo que te estás perdiendo.
Sorprendentemente, de una de esas conversaciones salió una decisión. Mi amiga la desactivó temporalmente, pero a mí me entró la loquera y borré mi cuenta de manera permanente, a mis plenos 17 años, en el último año de prepa. Duré, yo creo, unos tres años sin Instagram y, para ser bien honesta, no me hizo falta. De hecho, sentía una sensación de liberación bien chida.
Algo que me impactaba era lo juzgada que me llegué a sentir por varias personas: “¿Cómo, no tienes Instagram?”, “¿viste lo que subió fulanito?”, “¡Ay, qué horror, no te enteras de nada!”. Y sí, por momentos sentía que estaba un paso atrás del resto porque no me enteraba de lo que pasaba en la vida de los demás. Pero también me preguntaba: ¿desde cuándo saber lo que sucede con los otros se ha vuelto tan indispensable? ¿Y desde cuándo compartir lo que pasa con nosotros mismos se volvió una verdadera necesidad?
Después de esos tres años, la sociedad me llevó de regreso. Volví a descargar Instagram. No voy a mentir: fue rarísimo tener la app otra vez después de tanto tiempo sin ella. Tan solo pensar en qué nombre de usuario me pondría, qué foto de perfil, a quién iba a seguir… loco. Muy loco. Y bueno, como cualquier humano del siglo XXI (donde las redes forman parte importante de nuestras vidas —qué horror—), caí. Caí de nuevo.
Al principio fui muy consciente del “buen uso” que quería darle, y sí, creo que dentro de lo que cabe no había vuelto a caer en el círculo vicioso (ese que apesta). Honestamente, casi no la usaba y no me generaba ansiedad no meterme en varios días. Pero con el tiempo… ahí estaba, enviciada otra vez. Carajo.
Y sí, ahora llevaré unos cinco años desde que “María volvió a existir” en Instagram. Y a ver, no me malentiendan, tiene cosas padrísimas y muy útiles que todos ya sabemos: conectas con los demás, sigues a personas que te inspiran, compartes una parte de quién eres… bla, bla, bla. Pero no nos engañemos: también hace cosas muy oscuras con nosotros.
Me autosaboteé una cantidad enorme de veces con el famoso “tiempo límite en pantalla”, ¿y saben qué pasaba? Le picaba “aumentar 10 minutos” hasta que esos 10 + 10 + 10 se convertían en dos horas. ¿Quéeeee? Y ahí fue cuando me di cuenta de que tenía que hacer algo. No podía seguir perdiendo tanto tiempo en pantalla cuando había muchas otras cosas mil veces más interesantes que podía estar haciendo.
Sentía que el reto era tan grande que no iba a lograrlo sola, así que decidí embarrar a alguien más: Alonso, mi buen amigo Alonso. Hicimos una apuesta: todo el mes de mayo sin Instagram (porque sí, es la red social a la que los dos nos consideramos más adictos). El que perdiera tenía que pagarle una comida cara y “nice” al otro. Y como era de esperarse (y porque ninguno de los dos quería gastar tanto en una comida), ninguno perdió. Ambos logramos estar 30 días sin Instagram.
Y tal vez un mes parezca una cantidad de tiempo insignificante, pero para alguien que la usa todos los días, representa un gran reto. Muchas cosas pasaron en ese mes. Primero, agarraba mi celular con esa estúpida inercia de desbloquearlo sin ni siquiera saber para qué. Y una vez en pantalla, me preguntaba: “¿qué voy a hacer si ya no tengo nada que ver?”. Y ahí es cuando la creatividad y el aburrimiento te llevan a lugares bieeeen chidos.
Vi muchas más películas de lo habitual, leí el libro que había empezado hace meses pero que no pasaba de la página 20 por andar en el celular, le dediqué más tiempo a disfrutar el prepararme la comida y, además, a comer sin estímulos ni pantallas (difícil, muy difícil).
La segunda semana fue cuando empecé a sentir la abstinencia. Ahí fue cuando verdaderamente me empezó a costar. La primera estaba motivada a lograrlo, la segunda… ya no tanto. No sé si les pasa que hay veces en las que no tienes ganas de hacer nada, ni de pensar, ni de leer, ni siquiera de scrollear en Netflix para decidir qué ver. Ah, pues en esos momentos es cuando más quería bobear en Instagram.
Para las últimas dos semanas ya me había acostumbrado a no tenerla, y también comenzó a llegar una sensación de libertad bien padre. Genuinamente me hizo sentirme bien conmigo misma. El hecho de no tener que estar al pendiente de lo que pasa con la vida de los demás fue lo que más me hizo sentirme libre. Porque, honestamente, yo no soy alguien muy activa ni que comparte mucho (en ese sentido, no me pesó).
También noté que mi cabeza se sentía más ligera. Sin ese bombardeo constante de estímulos, comparaciones y actualizaciones, fue como si de pronto tuviera más espacio mental para enfocarme en mí, en lo que sí estaba pasando en mi vida real. Empecé a disfrutar más los momentos sin la presión de meterme a ver qué stories no había visto, y eso me dio una sensación muy bonita de presencia. No fue tanto que me sobrara tiempo, sino que empecé a usarlo de otra manera: más conectada con lo que sí importa.
Pasaron los 30 días y Alonso y yo nos preguntamos: “¿y ahora qué?” Ambos sentíamos que una parte de nosotros no quería volver a activar nuestras cuentas por miedo a caer otra vez, pero pensamos en formas de contrarrestar la adicción: no tener la aplicación en el celular y hacer una buena limpia de gente que seguimos. Porque sí, también en esos días sin Instagram caí en cuenta de que tengo a personas con las que no tengo nada de relación, y aun así veo sus vidas… y ellos la mía. ¿Pooooor?
Eso es lo que he intentado hacer desde que terminó nuestro “reto”, aunque, a veces, me sigo autosaboteando.
En fin, para los que me lean: Instagram muchas veces apesta. Y por eso creo que es un ejercicio interesante que vale la pena hacer: darte un break de su uso (o de la red social que más te tenga enviciado). Está muy cañón cómo vivimos tan inmersos en este mundo digital, que a veces ya no nos damos cuenta de lo que está haciendo con nosotros y con nuestros comportamientos. Así que vale la pena darnos un alto, aunque sea temporal, a este círculo en el que muchas veces solo damos vueltas y vueltas… sin darnos cuenta de todo lo que sí está pasando allá afuera.
Un día, platicando del tema con un alumno, me dijo algo muuuy cierto: que no deberíamos verlo como un reto de 30 días, sino como un objetivo a largo plazo. Y tiene toda la razón. Porque al final no se trata solo de “lograrlo” un mes y luego volver a lo mismo de antes, sino de repensar nuestra relación con las redes y qué papel queremos que tengan en nuestra vida. Tal vez no se trata de desaparecer de Instagram para siempre (aunque suena tentador), sino de usarlo desde otro lugar: uno más consciente, más equilibrado, donde no nos controle ni nos consuma. Donde podamos disfrutar lo bueno sin perdernos en lo tóxico. Quizá no sea un reto de tiempo, sino un proceso de cambiar la forma en la que habitamos el mundo digital. Y eso sí es más difícil… pero también mucho más valioso.